RojaRiba (parte II)

La sangre tiñó de rojo el rio en los últimos años de la construcción del embalse. Sólo salieron a la luz algunos desgraciados accidentes, pero lo cierto es que hubo muchos más.

Año 1967. Faltan unos meses para que la presa entre en funcionamiento. El pequeño pueblo de Senidar agoniza al pie del valle que en poco tiempo quedará totalmente inundado. Sus habitantes se han visto obligados a abandonar su hogar y resituarse en otro pueblo, con la correspondiente indemnización. La mayoría lo acepta, aunque a regañadientes, y se desplazan cargando con sus pertenencias, con la ayuda de las autoridades. El realojo dura semanas y se produde de forma más o menos ordenada.

Pero no todos están de acuerdo. Un pequeño grupo de agricultores que han trabajado toda la vida en el campo no acepta las condiciones ni las formas en que se ha producido toda la situación. Y deciden plantar cara abiertamente a las autoridades. El enfrentamiento se produce una tarde de septiembre con funestas consecuencias. Uno de los agentes resulta herido de muerte durante el tumulto. Con ánimo de revancha por lo sucedido, los demás agentes deciden encerrar a los alborotadores en una de las casas del pueblo, sin notificarlo a sus superiores ni a nadie más.

En unas horas, el pueblo quedará completamente anegado y los prisioneros, condenados sin remisión. Viéndole la sonrisa a la muerte cada vez más cerca, y aceptando su destino, juran vengarse sobre todos los que han provocado este fatal desenlace.

Durante los años siguientes, consumidos por la ira y el resarcimiento, sus espiritus provocan la muerte de no pocos operarios de la presa. Los susurros y lamentos en las galerias hacen enloquecer a todo aquel que los escucha y acaban con su vida de una forma u otra: accidentes, desvanecimientos, ataques al corazón..

Las repetidas muertes a lo largo de los años hacen que se apacigüe su cólera de forma gradual, y poco a poco van abandonando su atadura terrenal y consiguen encontrar cierta paz, aunque sólo sea ilusória.

Sólo queda uno de ellos, el espectro del más joven, que aún habiendo hecho el juramento poco antes de morir, se vio siempre incapaz de darle cumplimiento. Pero ese juramento se ha convertido también en su condena, pues no parece que pueda desprenderse de su vínculo con el lugar donde vivió. En su interior sabe que sólo hay una forma de acabar con todo, pero se niega a llevarlo a cabo.

El tiempo no tiene el mismo significado al otro lado. Una eternidad puede significar una milesima de segundo y un segundo puede durar tanto como un recuerdo que no se quiere desvanecer. Durante todo este tiempo, la joven presencia ha observado a los vivos, ya sin resentimiento. Uno de ellos le parece diferente a los demás. Decide establecer contacto sensorial y lo que descubre en su interior le horroriza. La crueldad que disimula con la indeferencia no consigue engañarle. Es una mala persona. Un lobo con piel de cordero, y las atrocidades que ha podido intuir, en el pasado y en el futuro de esa persona, le llevan a tomar su última decisión. El operario cae fulminado por un ataque de pánico. Poco después, el espiritu del muchacho consigue ver la luz y a medida que asciende, ve de reojo como un gran agujero se abre a sus pies, para engullir, como una mandibula sin dientes, a otra alma sin redención.

A lo lejos, en mitad del pantano se oyen repicar las campanas de la torre de la iglesia que aún sobresale por encima de las aguas, anunciando el final de la maldición.


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